En 1980 me cerraron el primer
programa (por entrevistar a Yaser Arafat).
Van catorce veces que la TV me expulsa del aire (o me deja en el aire, si se quiere ver así).
Y estoy harto. Porque me aburre mi obstinación. Porque ninguna película merece verse 14 veces. Porque el guión es recurrente y los adioses padecen del mismo vocerío.
Harto y asqueado. Empecé haciendo preguntas y termino este ciclo de mi vida con muy pocas respuestas en la alforja.
Empecé con la ilusión de pisar tierra firme y termino arrojado desde una ventana. Y quien me empuja afirma que me he suicidado.
Veintiséis años de cornisa e inquilinato precario. Veintiséis años luchando para que la publicidad no impidiese investigaciones, el poder económico no nos amordazara y la clase política mereciera igualdad de trato.
Y al final, siempre, la mentira tratando de imponerse y algunos compañeros de oficio alegrándose en la cena caníbal de la envidia, esa institución grandiosa que gobierna al Perú.
Quienes aprendieron a ser a nuestra sombra, blanden hoy un odio que sólo es dable en un deudor, alguien que ha tenido que asesinar el pasado para construir las fauces de su presente.
Dan lástima. Si supieran que es imposible odiarlos no se esmerarían tanto. Uno no puede odiar a quien gastó todas sus energías en trepar, rampar, “hacerse de un lugar” en la mesa de los tés y los dedos meñique en ristre.
Todos estos años fue uno solo mi propósito: lograr que el interés público fuese la prioridad indiscutible del periodismo. Así de sencillo: el interés público, la raíz de nuestro oficio y el ancestro más puro del juicio periodístico.
Esa es la razón por la cual no he podido jamás ser miembro de una corte. Esa es la razón que me ha impedido ser eco de la voz de los amos. No reconozco otro patrón que el interés público. A él me debo, frente a él hago sonar talones, de sus fueros he sido y seré subordinado. Me siento apenas un infante ante el mariscalato del interés público.
Y el interés público es el gran enemigo de la quietud y la resignación. Porque en periodismo decirle “no” a un patrón es decirle sí al interés público.
Y no hay ambigüedad posible en este asunto. El interés público es el derecho de la gente a saberlo todo. A desenterrar misterios y cadáveres. A entrar a la cocina del poder y examinar menajes, uñas, cucarachas. A tener en castellano sencillo lo que el diario oficial quisiera que fuese sánscrito y muchos amos cifras en números cuneiformes. El interés público abre closets y ventanas para que el aire fresco disuelva el hongo tóxico de las mentiras oficiales.
Lo tuve claro desde que escribí a los 17 años mi primer artículo en el “Expreso” de D´Ornellas. Lo tuve más claro cuando los directivos de América TV me dijeron que permanecería en el canal si no propalaba el reportaje aquel de Sonia Goldenberg sobre la corrupción policial. Lo tuve tan claro como una luz de interrogatorio cuando, pocos años después, me cancelaron el contrato al difundir un reportaje, encargado a Cecilia Valenzuela, en torno a los derechos violados por los militares en Ayacucho. Era junio de 1991 y aquella fue la primera denuncia que se hizo respecto de un fenómeno que habría de adquirir magnitudes de pesadilla.
Porque eso también lo tuve claro: el periodismo que no asume la defensa de los débiles y de las víctimas podrá ser fuga vistosa y entretenimiento talentoso pero algo tendrá de desalmado y mucho de mascota favorita.
Siempre tuve claro que el servilismo era el cementerio del honor y decir “No” aun a costa del desempleo debía ser un acto reflejo, un automatismo fulminante a la hora de defender el interés público.
Denunciar a un dictador es un deber que puede darte prestigio. Pero adular hasta la náusea a un amo es construir la cárcel de una obediencia de entrecasa.
Y eso lo hemos visto y oído estos días. Ha habido quien ha querido defender a su patrón tratando de decir que mi denuncia sobre la tenebrosa y fantasmal unidad de investigación del señor Ivcher involucraba a los esforzados periodistas del Canal 2. Mi denuncia sólo concernía a los jefazos y jefazas que impiden, precisamente, que esos periodistas hagan realidad sus propuestas y buenos propósitos. Mi homenaje a los periodistas de “La Ventana Indiscreta” y de los otros programas periodísticos de Frecuencia Latina. Ellos son víctimas del reduccionismo interesado de jefazos y jefazas. Ellos nada tienen que ver con los enjuagues y los canjes de favores, los silencios subastados y las masacres mediáticas (cheque expectaticio de por medio).
Cobrarle al Estado por haber luchado en nombre de la libertad de expresión es una paradoja zarzuelera. Y ya que el señor Ivcher se siente un Ben Gurión en la refundación de la democracia peruana habría que enterarlo de lo que hicieron algunos de sus imaginarios pares: Martí no pasó el sombrero entre los cubanos, Zapata tenía 20 pesos en el bolsillo cuando lo asesinaron, Bolívar no exigió un cheque por sus sacrificios de injerente bienvenido.
Ivcher dice que luchó por principios y que jamás mezcló el asunto del dinero. Pero termina llevándose el 88% de una ampliación presupuestal del pliego Justicia con un cheque oculto hasta hace unos días. 20´300,000 soles no es poca cosa para un sector que se cae a pedazos. Pero 20´300,000 soles a título personal resulta tragicómico. ¿No era el canal la víctima del saqueo?
¿Y la Corte Interamericana? ¿Qué dirá cuando se entere que cuando Ivcher decía que era un paria que erraba por el mundo conservaba, en realidad, su pasaporte israelí, el mismo que habría mostrado en el aeropuerto de Varsovia el año 2000?
La Corte, que ampara a los perseguidos sin fortuna y a las víctimas de a pie de las dictaduras asesinas, ¿cómo se sentirá hoy al enterarse de que su sentencia ha sido usada maliciosamente para la entrega de un cheque?
Empecé en los 80 con los bríos de los 32 años. Envejecí en pantalla en vivo y en directo, y mientras el tiempo me desfiguraba mantuve la juventud de mis ideas, la lozanía un poco loca y arbitraria de mis terquedades.
He cometido errores pequeños y enormes. En el camino he despertado afectos y odios viscerales. Un escritorzuelo quiso balearme con un libro que retrataba su enanez moral y los dolores de una plural impotencia. El tiro le salió por la culata. Él sigue siendo un escritorzuelo cuyo cuarto de hora de escándalo publicitario y fama de papel cometa fue obtenido en el estercolero de la difamación por encargo. El sicario emplumado recibió los elogios de sus amigos nasales, pasó por la caja de “El Comercio” y regresó a ser un escritorzuelo que no se pierde un cóctel.
Merecer el odio de miserables es parte de esta tarea consistente en enseñar a decir “No”.
Pero ningún odio me intimidará. Me acoge la temeridad de creer que puedo equivocarme en cualquier cosa pero que tengo la razón cuando hablo del interés público como principio, método, inspiración y objetivo.
Cierro este ciclo de mi vida profesional creyendo que sólo he cumplido con mi deber. No reclamo nada más que se me reconozca el haber hecho mi trabajo pensando en la gente, sobre todo en aquellos “suaves y ofendidos” que Vallejo amó y que a mí, a los 57 años de mi edad, me siguen conmoviendo.
Cuando me indigna la injusticia y me exaspera la inequidad racista de este país autodestructivo, cuando rabio ante los abusos, cuando sigo la pista de una felonía de sinvergüenzas que salen en las páginas sociales de algunos diarios y esas huellas me llevan hasta el palacete de un banquero, hecho de mugre y corcho, cuando me entero, en suma, de que poco o nada ha cambiado, entonces compruebo que estoy vivo, que sigo siendo un periodista que no renuncia al sueño de cambiar el mundo, que tras la erosión de los años sobrevive aún aquel hombre que aprendió de Zileri y Lévano a ser decente, de los libros de su biblioteca a amar la belleza, de la música a encantarse con la exactitud de los misterios, de la vida la grisura casi atmosférica que nos rodea, del amor sus lunáticas apuestas, del poder sus frecuentes pies de lodo, de sí mismo el largo inventario de defectos que me aqueja, y del periodismo la necesidad de ser águila o puercoespín (nunca borrego), un hombre que seguirá extenuándose en el mejor de los oficios.